Fragmento de la novela No me alcanzará la vida


Fragmento de la novela No me alcanzará la vida, de Celia del Palacio.
Suma de Letras, editorial Santillana, 2008.

IV
Guadalajara: época actual

No me he quedado quieta. He trabajado como loca para instalarme física y mentalmente en esta ciudad, en la Guadalajara que es, en la que fue y ¿por qué no? también en la Guadalajara de mis fantasías marinas, esa que no existe.
Los primeros días estaba encantada con mi nuevo cubículo y no salía de ahí, pero ahora, cada vez más, he preferido trabajar en casa. Cuando he ido al centro, me encuentro con las investigadoras, todas muy bien vestiditas. Las tapatías son bonitas y elegantes, no cabe duda, pero sus círculos son cerrados. ¿Cómo pude olvidar algo así? No me dejarán entrar nunca. Algunas me saludan, pero nada más. Estas mujeres tienen la facultad de regresarme a un estado de indefensión que no había conocido desde la adolescencia. Me siento de nuevo inadecuada, como si hubiera algo oscuro y reprobable en mí que no me hiciera merecedora de pertenecer a sus exclusivos círculos. ¿Será que aunque nací aquí sienten que no pertenezco en realidad a este lugar? ¿Será que aunque viví en Guadalajara la mayor parte de mi vida, es como si siempre hubiera estado en otra parte?
También me encuentro con los historiadores y los antropólogos sociales. Ellos me miran con más simpatía, incluso con deseo. Su instinto de galanes sale a relucir aunque no quieran, sin embargo no han hecho ningún avance claro al respecto. Pese a todo, me pregunto cómo me verán los demás, cómo me verías tú: una mujer cabizbaja de maltratada melena que un severo moño negro aprisionó esta mañana. Me pinté el pelo de rojo, ¿te había contado?
Prefiero caminar la ciudad. Aunque parece que ando de paseo, no es el caso. Hoy mismo he estado en el sótano mal ventilado que lleva el nombre de Archivo de Instrumentos Públicos donde se guardan las escrituras del virreinato y las distintas actas notariales; también estuve en el no menos lúgubre Archivo Histórico del Estado. Ambos ocupan los extremos de un complejo arquitectónico oficial. En el corto trayecto entre uno y otro caben una y mil cosas: el barullo, el recuerdo tal vez, el viento fresco, la parada del autobús que rumbo al otro lado de la ciudad, donde debería estar el malecón: Ruta Benito Juárez–Playa Norte (bueno, en realidad dice algo así como “La Estancia”, después del número 629, aunque sí existe una ruta que te lleva a “Miramar”).
He hecho mi tarea lo mejor posible. Ya investigué lo esencial sobre la época. ¿Te queda claro a ti de qué estoy hablando? En 1852, el país empezaba a superar una larga crisis económica y moral después de haber perdido la mitad del territorio nacional tras la guerra de Texas cinco años antes. El presidente Mariano Arista, procuró formar su gabinete con liberales puros, moderados y conservadores, buscando la unión que no lograría darse. Un año después, Antonio López de Santa Anna volvió por última vez al gobierno, justo antes de la guerra de reforma, uno de los momentos más confusos y complejos de la historia de México. En ese entonces, Maximiliano ni siquiera soñaba con venir aquí y a Benito Juárez no le pasaba por la cabeza llegar a ser presidente.
Aunque creí haber leído todo lo que había que leer respecto a esta ciudad y sus habitantes en el siglo xix, me he encontrado cosas muy interesantes. Guadalajara era una próspera ciudad que contaba con cincuenta mil habitantes más o menos. De ellos, muchos vivían de la industria y el comercio.
La palabra tapatiotl (“lo que se da por lo que se compra”) define muy bien el carácter regional de los tapatíos hasta el presente. De un carro a otro, puedes escuchar en cualquier calle: “¿a cómo?”, “¿lo menos?”. Sin embargo, la ciudad también presume de su cultura. La altanera “Atenas de México” tuvo desde el siglo xviii varios colegios, una universidad, imprentas y una tradición combativa a nivel nacional. Hacia la mitad del siglo xix, circulaban en Guadalajara varios periódicos y Joaquín Angulo, el gobernador de entonces, había intentado que los diversos grupos en pugna (liberales puros, moderados y conservadores) hicieran las paces. En el colegio de san Juan se podían adquirir conocimientos de dibujo y pintura. Los jóvenes, al salir de ahí por las noches, se reunían en grupos bohemios escandalizando por las calles; también se empezaron a reunir en ateneos para discutir cuestiones culturales y literarias. Eso es lo que a mí me interesa estudiar.
En cuanto llego al archivo, entro en mi nube de polvo, y ahí me siento revivir. Tengo ya algunos documentos como el acta constitutiva de La Falange de Estudio, que me consiguió un amigo, pero me faltan otros para empezar a redactar el trabajo, papeles que permanecen ocultos entre los años perdidos, vestigios de los personajes de mi tesis.
Sin embargo, este proceso interminable de revolver papeles me desespera: hay que buscar durante semanas, días y años en cajas de archivo para dar con lo que uno anda buscando… o no dar, que es lo más frecuente.
Hoy estuve de suerte. El joven y eficiente empleado dio con las cajas que ya habíamos buscado sin éxito. Ahí encontré nada menos que la Aurora Poética de Jalisco, la primera revista literaria del siglo xix. Además estaban los discursos de Miguel Cruz-Aedo, el presidente de la sociedad literaria que me interesa.
En la revista, una colección de versos de los jóvenes valores de mediados de ese siglo, me encontré el famoso poema de Cruz-Aedo en contra de los viejos que levantó una gran polvareda en su tiempo. Los versos son muy malos, pero no puedo resistirme a ellos. Me atrapa la pasión con la que están escritos. Y luego los discursos… No me quiero dejar impresionar por la retórica decimonónica, aunque contra mi voluntad, pronto me he encontrado absorta en la lectura de esos documentos. Prefiero mil veces la novela de costumbres que Cruz-Aedo dejó inconclusa en las páginas de otra revista, El Ensayo Literario. Una de las primeras escenas, donde un joven conoce a una muchacha en medio de una procesión de Te deum es una de las más chispeantes y divertidas. Te la trascribo en archivo adjunto, a ver si te gusta más su prosa que sus ripiosos poemas. Me reí mucho. Lo encuentro entrañable.
A pesar de la luz lejana del foco, del continuo parloteo de las empleadas e incluso del tono altivo de los recién llegados al solicitar documentos, logré escribir este texto:

Miguel Cruz-Aedo pertenece al género híbrido que oscila entre el personaje
histórico y la vida imaginaria schwobiana. Es un caso de la colorida mitología
jalisciense digno de ser descubierto y reinventado. A partir de los dos o tres
datos concretos que se conocen de su vida turbulenta, podría reconstruirse, de
la manera más completa, la epopeya de la reforma en el estado. Ni militar ni
literato ni reformista ni tribuno ni víctima, como es calificado por sus
benévolos y escasos biógrafos: Cruz-Aedo se queda en leyenda, héroe empolvado
cuyo nombre no alcanza las clases de historia ni las sagas militares.

¿Qué te parece?
Es más sencillo escribir la vida de otros. Perderme en los detalles de la vida de este hombre. Y aún así, me está costando un trabajo enorme. ¡Qué sed! Ni te digo cuántas copas de vino mediaron entre la idea original y las primeras líneas. La comida, las labores domésticas. Cuántas horas de conversación banal antes de poner la mano en movimiento. El impostergable atardecer en la terraza, el voluptuoso olor de los jazmines, la noche toda, el tabachín.
Si no le escribo la vida a este hombre, no me va a quedar más que morirme de tedio. A veces siento que he perdido la voluntad, al grado de ser incapaz de hacer el más mínimo esfuerzo por frenar la sed e impulsarme al movimiento. Me voy hinchando de alcohol y frustración. Y sin embargo no puedo explicar qué es eso inconfesable en una vida que parece cómoda y atractiva: mi doble vida. ¡Qué castigo pensar tanto y darle vueltas a las cosas, resolverlas tan bien en la cabeza y ser incapaz de externarlas aunque sea en papel! Tal vez sea la última oportunidad. "El pasado tiene futuro a través de la palabra que lo guarda", dijo alguien cuyo nombre no recuerdo.
No quiero ver mi vida. Es como si me negara, por virtud de quién sabe qué venganza, a reconciliarme con lo que soy y he sido…
Después del archivo, me fui caminando hasta el centro. Me tomé dos tequilas en un bar al aire libre, junto al antiguo Templo de la Compañía, donde ahora está la Biblioteca Iberoamericana. Pasé por el Convento del Carmen y llegué hasta Chapultepec, esa hermosa avenida arbolada cuyas pretensiones pequeño burguesas datan de la belle époque. Recuerdo que cuando me fui, no había más que casas, pequeños negocios y algún café; ahora está llena de librerías y talleres de diseñadores de modas.
Me gusta caminar sin ser mirada, pretendiendo que no existo, pretendiendo que me deslizo invisible en un mundo que no me pertenece. Llegué hasta donde empieza la avenida México, donde hay bazares de antigüedades. No recordaba esa zona en absoluto. Me metí a una de las tiendas para matar el tiempo y de pronto, entre las chucherías sin mucho valor descubrí un cuadro.
La pintura no es muy grande. Se trata de un paisaje cautivador con una cabaña a la entrada de un bosque denso y, a lo lejos, se ve el mar… En esa atmósfera de serenidad y misterio, hay un columpio vacío junto a la cabaña, iluminado y en reposo. La luz y los colores tienen un magnetismo increíble, me resultan fascinantes. La imagen parece modesta, pero tiene un poder de evocación absoluto. Al verla, me sumerjo en ella, me siento atrapada… Es como si la pintura pudiera sacar a la luz algo que es completamente mío…
No sé si fueron los tequilas o qué pero, como puedes notar, me encariñé con la pintura. No sé si tenga mucho valor en realidad, pero eso no me importa. Me gustaría que tú la vieras porque yo no sé mucho de arte. Probablemente fue pintada por un miembro de la escuela prerromántica a principios del xix, pero no tiene firma. Está muy maltratada y se ve que ha pasado por muchas aventuras.
Como te imaginarás, al notar mi interés el vendedor me la dio a precio de oro. Aún así, la compré. Ahora mismo la estoy viendo y, a medida que la miro, la pintura me parece más y más familiar. ¡Me gusta tanto! La colgué en medio de la sala, cerca de la ventana, para que le dé la luz. Me pregunto quién viviría en esa cabaña, quién pudo haberse mecido en el columpio, y sobre todo, a quién pudo haber pertenecido el cuadro para sufrir tantas heridas y maltratos. Incluso se ve quemado en una esquina. ¡Que vida! Ahora veo que también los objetos la tienen. Es difícil explicarte lo que experimento, pero cuando veo la pintura, me siento por fin en casa. Cada vez que la contemplo, una inexplicable sensación de serenidad se apodera de mí: el bosque, el mar en calma, la cabaña donde deben vivir seres felices.
Te dejo. Quiero leer con cuidado las copias del discurso de Cruz-Aedo.
Un beso,
S.

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